Una trapo de piso
casi sin rastros de lavandina frente a la puerta cerrada, las huellas visibles
al trasluz en el piso sin barrer desde hace ¿un día? ¿dos?, sus ojos abriéndose
a la fuerza, la alarma sonando sin piedad igual que hace diez minutos y hace
veinte y hace treinta… Él rascándose la barba de tres días (tal vez de cuatro)
mientras lucha contra su deseo de seguir durmiendo, dos videos de Youtube
reproduciéndose en su smartphone mientras él hace fiaca, mientras busca excusas
para no levantarse a pesar de haberse despertado.
Pero hay que
levantarse.
Él poniéndose los
pantalones, la mancha de mate de la entrepierna (es cierto, debería haberse
cambiado, pero de todas formas ¿qué importa?), el desganado recorrido hacia el
baño, hacia la pava, hacia la netbook.
Las noticias en el
celular: la extensión de la cuarentena (otra vez), la aparición de una nueva
cepa de coronavirus, el aumento exponencial de contagios. La pava. El agua cae
resignadamente en el termo. Se le está terminando el pan y no sabe qué hará en
la cena. El almuerzo es innecesario puesto que se levantó a las doce. El mate
es su desayuno y su todo. Mientras tenga yerba, azúcar y pan está bien pero
sabe que hoy deberá salir a comprar. ¿Y para qué salir? ¿Para que el mundo le recuerde
que no debería hacerlo, que esa cosa de ahí afuera ya no es el mundo, sino un
barbijo que lo rodea queriendo asfixiarlo?
La mesa, dos latas
de cerveza vacía y los restos de unos cuantos porros en el cenicero. Limpiarla,
simular asepsia y prolijidad, peinarse. Olvidó peinarse. Otra vez el ritual del
peine y el espejo. Si fuera otro día, tendría que hacer todo esto a la mañana,
con mucha más prisa, con muchas menos ganas, con el mismo descreimiento.
Aún hay tiempo.
Mientras prepara el primer mate continúa su partida en el videojuego de
estrategia que tiene en la netbook. Aún hay tareas que debería haber ultimado
antes de ingresar a la reunión que lo obligó a levantarse pero ya no importa.
Sólo quiere estos quince minutos de guerra, los aldeanos virtuales recolectando
madera, formando ejércitos, viviendo de principio a fin toda una vida mucho más
emocionante que esta mesa junto a una ventana cerrada.
Dos minuto para el
horario, uno, la hora justa, dos minutos después, la partida guardada, el juego
cerrándose.
La remera rota, una
breve descostura que nunca se acuerda de enmendar, que tal vez no se note en la
cámara pero debe mantener una apariencia. Acaso la barba contradiga toda
prolijidad pero siempre puede aparentar intencionalidad.
Revisa el Whatsapp
aunque sabe que no tiene tiempo y aunque la falta de notificaciones no
relacionadas al trabajo deberían haberle dejado en claro que nadie le escribió
desde ayer.
El enlace de la
videollamada, la cámara encendiéndose al tiempo que lo muestra cebándose un mate
como si fuera el primero (como si acabara de volver a existir únicamente para
la reunión virtual), las dos primeras personas ingresando a la reunión.
Tratando de fingir
un entusiasmo que no recuerda cuándo experimentó por última vez, articula unas
palabras:
‒Hola, alumnos.
¿Cómo están?