domingo, 20 de noviembre de 2022

Su Humillado Reflejo

 

No era mi reflejo. En la ventana del colectivo se reflejaba otra persona. Todos los demás pasajeros estaban prolijamente repetidos en los vidrios pero yo miraba estupefacto a una joven transparente atravesada por todos los autos y edificios del camino. Ella repetía mi asombro, más por haberse dado cuenta del milagro ocurrido que por imitar mis movimientos. No había forma de equivocarse: ese no era mi rostro, soy un hombre, no soy rubio y ni siquiera vestíamos parecido: yo tenía una camisa blanca y ella una remera marrón.

¿Estuvo ahí todo el tiempo? No lo sé. Sólo me di cuenta del fenómeno cuando me senté. Es largo el viaje desde Constitución a Varela y recién cuando iba más de la mitad del camino se desocupó ese asiento. Recién ahí se me ocurrió mirar por la ventana. Si me hubiera recostado a dormir no me habría dado cuenta y mi día habría sido como todos los demás.

Se nos pasó la sorpresa inicial más o menos al mismo tiempo. Le sonreí, ella hizo lo mismo. No me pareció atractiva hasta que vi su sonrisa pero tampoco me quise ilusionar mucho con una mujer traslúcida. Le dije "Hola. Me llamo Alberto" pero me dio a entender por gestos que no podía escucharme. No intentó hablar, supuse que por timidez o por presentir que sería inútil o por ahorrarse la vergüenza que acababa de pasar yo: medio colectivo se volteó a mirarme como quien descubre a un loco. No volví a intentarlo pero sí le hacía gestos. Sentía que algunos seguían observándome con extrañeza y curiosidad pero descubrí que no me importaba.

Intenté preguntarle su nombre, si sabía qué estaba ocurriendo, si ella me veía a mí en el reflejo de la ventana de otro colectivo, en qué línea viajaba... Pero ella no parecía entender mis señas y, las pocas respuestas que daba eran con otros gestos a los cuales yo tampoco podía dar significado.

Noté que la sonrisa inicial había desaparecido. Lentamente la fue reemplazando un gesto asustado. Sus miradas de reojo a su acompañante (yo estaba contra la ventana en un asiento doble) me hicieron temer algo malo. Entonces me di cuenta de que mi reflejo no era el único cambiado: el asiento al lado mío contenía una señora mayor pero reflejaba a un hombre de campera negra, el gesto duro y atemorizante parecía querer helar a su compañera.

Le dijo algo como un reto. Ella se volvió y le contestó en una actitud sumisa. Él miró hacia la ventana (aparentemente no podía verme, para mi alivio) y volvió a hablarle abriendo bien la boca y con el rostro enrojecido. Ella bajó la cabeza y se la colocó entre las manos; no sé si lloraba o si le hablaba como si estuviera rogando. Él siguió gesticulando fuerte como quien profiere una amenaza. Todo el colectivo de cristal los miraba incómodos pero nadie movía los labios. Algo se movió en mí. Sin el menor interés por la reacción de los pasajeros reales, le grité al tipo, lo amenacé, quería meterme en el vidrio. En ese instante él me miró, ahora sí mi vio y entonces...

Desperté cuando el colectivo estaba llegando a mi parada en el Cruce Varela.

Medio atontado por el sueño, dejé que mi cuerpo tocara timbre automáticamente. Bajé, todavía estupefacto por lo real que había sido todo. Ya en la vereda, alcancé a ver cómo subían al colectivo un hombre de campera negra y una mujer rubia de remera marrón.

Mucho Más Que Estar Vivo

 

  Las cuchillas del paisaje cuando muerden mis ojos,

el mate que muere en mí al volver a casa,

la cerveza de cualquier encuentro,

el miedo de aquel exámen,

el húmedo candor de la tierra

desflorando mis pulmones,

la sonrisa de todo niño,

su juego tras una frontera a la que no podré volver nunca,

el cielo

(tan solo el cielo),

la danza de unas chapas insaciablemente mojadas,

la música reverdeciendo el tiempo,

un gato desmedido y sin dueño

que condesciende a ronronearme,

el grito violento de la poesía

incendiando todas mis hojas

y vos:

la inabarcable tibieza con que tu beso me desarma.

miércoles, 2 de noviembre de 2022

Los Ruidos Que No Escuchamos

 

‒Se metieron por tu patio. Habrán visto que la medianera de tu lado es más baja.

No escuché nada. En realidad es probable que algo haya oído: una puerta abriéndose, algún ruido como si corrieran un mueble, alguna voz murmurando algo en un tono ininteligible; los típicos sonidos de fondo del mundo, o al menos de Varela, del centro de Varela, mi mundo. Pero son sonidos que escuchás sin oírlos, sin imaginarte que detrás de ellos está ocurriendo algo como lo que pasó en la casa de al lado.

‒Hijos de puta…

Los ojos llorosos de Adrián se cubren de bronca, de indignación. Alguna pasión mucho más violenta se retuerce por un momento en el oscuro fondo de su cuerpo pero desaparece en un instante. Ha permanecido en esa intermitencia por un rato. Tal vez el vigor de sus veinte años le reprocha no haber intentado algo. Pobre, no pudo haber hecho nada (al menos nada que no empeore la situación) y sospecho que lo sabe.

Julián (una visita con la misma cara de consternación que debo tener yo) se ofrece a cebar mate. Nos dejamos alcanzar el mate por turnos.

‒Decí que al menos vos zafaste. ‒Las palabras de Julián intentan consolarme; no sé si lo logran.

Si tan solo hubiera mirado hacia el patio de vez en cuando, si no hubiera puesto música mientras ordenaba el cuarto de las herramientas, si tan solo… Encima tenía la puerta abierta… No sé si empezar a creer en algo o reírme por el sinsentido del mundo.

Lo que más me asombra es que tuvieran tanta plata guardada. ¿A quién se le ocurre? Tampoco culpo a las víctimas pero me sorprende su falta de prudencia. Cuando Adrián me golpeó la puerta para contarme lo que pasó, sentí la tentación de recriminarle su imprudencia pero fue mejor no decirlo: demasiado sufrió desde que lo desmayaron y amordazaron.

‒Clara dice que ya están volviendo.

Salimos a esperar a la vereda. Inconscientemente, miramos con desconfianza a cualquier desconocido que pasa caminando. El aroma de la noche no logra tranquilizarnos, tal como no lo consiguieron ni los mates ni la televisión.

Clara y Emilia bajan del auto. Clara y Adrián ayudan a Emilia a caminar. Qué dijo el médico, las recetas y todo eso. El rostro arrugado y cubierto de moretones apenas articula palabras: Emilia sólo quiere descansar.

Debería decir algo, tratar de consolarla pero se me desarman todas las palabras. Claudia llora y maldice por mí, mientras rodeamos a la anciana en algún tipo de ritual inconsciente que aún debe continuar.

Clara y Julián se retiran casi al mismo tiempo. Yo me tardo un poco más. Sólo quedarán Emilia y su nieto. Adrián me da las gracias por hacerles el aguante. No es nada, cualquier cosa que necesites… No sé si me quedé hasta tan tarde solamente para acompañarlos. No podía hacer otra cosa: mi mente no podía despegarse de la casa de Emilia ni de su ultrajado rostro.

Entro a mi casa. Cierro la puerta con llave pero es tarde: siento que algo horrible ya se ha metido adentro y se quedará aferrado a mí para siempre. Le pregunto a mi hijo si ya hizo la tarea mientras comienzo a preparar la cena.

‒Ma, ¿qué pasó en la casa de Emilia?

‒Nada. No te preocupes.

Mirar Atrás

     Mirar atrás es comprender que algunas casas estaban podridas desde el primer ladrillo, que los sueños no son digeribles, que nuestra...