No era mi reflejo. En la ventana del colectivo se reflejaba otra persona. Todos los demás pasajeros estaban prolijamente repetidos en los vidrios pero yo miraba estupefacto a una joven transparente atravesada por todos los autos y edificios del camino. Ella repetía mi asombro, más por haberse dado cuenta del milagro ocurrido que por imitar mis movimientos. No había forma de equivocarse: ese no era mi rostro, soy un hombre, no soy rubio y ni siquiera vestíamos parecido: yo tenía una camisa blanca y ella una remera marrón.
¿Estuvo ahí todo el tiempo? No lo sé. Sólo me di cuenta del fenómeno cuando me senté. Es largo el viaje desde Constitución a Varela y recién cuando iba más de la mitad del camino se desocupó ese asiento. Recién ahí se me ocurrió mirar por la ventana. Si me hubiera recostado a dormir no me habría dado cuenta y mi día habría sido como todos los demás.
Se nos pasó la sorpresa inicial más o menos al mismo tiempo. Le sonreí, ella hizo lo mismo. No me pareció atractiva hasta que vi su sonrisa pero tampoco me quise ilusionar mucho con una mujer traslúcida. Le dije "Hola. Me llamo Alberto" pero me dio a entender por gestos que no podía escucharme. No intentó hablar, supuse que por timidez o por presentir que sería inútil o por ahorrarse la vergüenza que acababa de pasar yo: medio colectivo se volteó a mirarme como quien descubre a un loco. No volví a intentarlo pero sí le hacía gestos. Sentía que algunos seguían observándome con extrañeza y curiosidad pero descubrí que no me importaba.
Intenté preguntarle su nombre, si sabía qué estaba ocurriendo, si ella me veía a mí en el reflejo de la ventana de otro colectivo, en qué línea viajaba... Pero ella no parecía entender mis señas y, las pocas respuestas que daba eran con otros gestos a los cuales yo tampoco podía dar significado.
Noté que la sonrisa inicial había desaparecido. Lentamente la fue reemplazando un gesto asustado. Sus miradas de reojo a su acompañante (yo estaba contra la ventana en un asiento doble) me hicieron temer algo malo. Entonces me di cuenta de que mi reflejo no era el único cambiado: el asiento al lado mío contenía una señora mayor pero reflejaba a un hombre de campera negra, el gesto duro y atemorizante parecía querer helar a su compañera.
Le dijo algo como un reto. Ella se volvió y le contestó en una actitud sumisa. Él miró hacia la ventana (aparentemente no podía verme, para mi alivio) y volvió a hablarle abriendo bien la boca y con el rostro enrojecido. Ella bajó la cabeza y se la colocó entre las manos; no sé si lloraba o si le hablaba como si estuviera rogando. Él siguió gesticulando fuerte como quien profiere una amenaza. Todo el colectivo de cristal los miraba incómodos pero nadie movía los labios. Algo se movió en mí. Sin el menor interés por la reacción de los pasajeros reales, le grité al tipo, lo amenacé, quería meterme en el vidrio. En ese instante él me miró, ahora sí mi vio y entonces...
Desperté cuando el colectivo estaba llegando a mi parada en el Cruce Varela.
Medio atontado por el sueño, dejé que mi cuerpo tocara timbre automáticamente. Bajé, todavía estupefacto por lo real que había sido todo. Ya en la vereda, alcancé a ver cómo subían al colectivo un hombre de campera negra y una mujer rubia de remera marrón.