En Doloria, sobre todo en la mitad oriental del continente, las
guerras no pueden comenzar si no son nombradas antes. No basta con
declarar la guerra, sino que ésta debe recibir su nombre de una
autoridad religiosa. Generalmente el honor recae en el Gran
Auspiciador, líder de la religión destinista, y es obligatorio que
elija el nombre en un estado de trance alucinógeno, quizás para
evitar favoritismos y corrupciones. Con semejante procedimiento, no
es de extrañar que muchos conflictos bélicos tengan nombres de los
más absurdos, desde la Guerra de los Miopes hasta la Guerra de la
Montaña Enjabonada.
Pero (y esto es lo más asombroso) la guerra debe responder al nombre
que ha recibido. Si se llama la guerra de los treinta años, no puede
durar ni un día más ni uno menos. Varias contiendas se resolvieron
en una batalla total y apresurada porque se les estaba terminando el
tiempo (quizás la Guerra de los Treinta y Seis Minutos sea el caso
más extremo). También hubo países que resolvieron sus diferencias
muchos años antes del final de la guerra, por lo que se vieron
obligados a pequeñas y ocasionales batallas en la frontera hasta que
se cumplió la fecha señalada.
Algunos nombres son más fáciles de realizar. Para la ya citada
Guerra de los Míopes, ambos ejércitos reclutaron sólo guerreros
cortos de vista y optaron por el combate cuerpo a cuerpo. En la
Guerra Rosa cada soldado se vistió con un uniforme de ese color,
provocando una matanza indiscriminada donde todo el mundo parecía un
enemigo.
Pero hubo conflictos más difíciles de ejecutar. La Guerra de los
Galeones se desarrolló entre dos países que no tenían salida al
mar. Ambas potencias negociaron la posibilidad de crear astilleros en
un país vecino pero llegaron a la conclusión de que el océano era
irrelevante: construyeron un galeón cada uno y los transportaron con
ruedas hasta el lugar de la batalla. Un esfuerzo parecido fue
necesario en la Guerra de la Montaña Enjabonada: todas las batallas
se libraron en montañas (que eran la ubicación más incómoda para
ambos bandos) y antes de cada enfrentamiento se derramaban
incontables litros de agua jabonosa en el terreno. Se cuenta que, de
los miles de muertos en esa guerra, al menos el ochenta por ciento
pereció por resbalar en las alturas.
Alguien suspicaz podría argumentar que el problema se resolvería
fácil siendo más simbólicos o astutos: para la Guerra del Volcán
Activo podrían haber colocando una bandera con el dibujo de un
volcán en el campo de batalla (así no habría terminado de una
forma tan trágica) o la Guerra de Los Caballos Gordos hubiera sido
mucho más práctica de haberse renombrado "Caballos Gordos"
a la provincia en disputa. Pero quien propone estos trucos no
comprende las complejidades de la cultura doloriana. No sólo debe
haber alguna correspondencia entre el nombre y el conflicto, sino que
esta correspondencia debe ser lo más literal posible. Si estamos en
la Guerra de las Pelucas no podemos conformarnos con un par de
soldados que ocultan su calvicie sino que todo el mundo deberá usar
pelucas y (más aún) éstas deben ser ostentosas y poco realistas
para que quede claro que no son pelo natural. ¡De ser posible los
ejércitos deberían pelear arrojándose pelucas! El concepto que da
nombre a cada guerra debe ser central en la misma, al menos tanto
como sea posible. Por eso, cuando comenzó la Guerra de los Galeones,
el Gran Auspiciador estuvo a punto de invalidar el conflicto al
enterarse que los dos barcos observaban el combate sin intervenir.
Esto cambió el curso de la guerra: ambos bandos equiparon sus
barcos con cañones y los convirtieron en fortalezas rodantes donde
se atrincheraban cientos de tropas. Las batallas devinieron en
combates marítimos sobre tierra donde ganaba el que hundía al
galeón enemigo.
Si se comprende la importancia que tiene el nombre de una guerra se
entenderá las dificultades que surgen cuando el Gran Auspiciador
crea conceptos absurdos, como la "Guerra de las Tortugas
Voladoras", la "Guerra de las Caricias" o la "Guerra
del Ajaiop". Una vez pronunciado el nombre no se puede dar
marcha atrás: las palabras del Auspiciador son proféticas y debe
haber una guerra que las cumpla. Esa misma urgencia llevó a las
soluciones más ingeniosas, como lanzar tortugas a modo de
proyectiles, recurrir a guantes envenenados como única arma o
bautizar Ajaiop a un príncipe recién nacido y esperar a que crezca
para iniciar el conflicto (decisión que fue aceptada muy a
regañadientes, ya que el nombre absurdo no permitía otra opción).
La mayoría de los nombres serían imposibles de cumplir sin la
colaboración de ambas partes. De otra manera no habrían podido
librarse conflictos como la Guerra de los Puentes Colgantes o la
Guerra del Laberinto. Permitir que el enemigo sea el único en
cumplir con la consigna es una deshonra peor que la derrota. Pero
¿qué sucede si el nombre alude a una sola de las partes? Si la
Guerra de los Galeones se hubiera llamado "Guerra del Galeón",
¿sobre quién habría caído la responsabilidad de construir uno?
Éste es un hueco legal que ha generado debates durante siglos y
sobre el cual no se ha podido establecer una ley. Son casos
excepcionales pero que, cuando ocurren, destruyen la caballerosidad
de la guerra. Como el nombre casi siempre es algo inconveniente
(recuérdese por ejemplo la Guerra del Ejército Borracho) cada bando
intenta que el otro cumpla con la consigna. En los últimos tiempos
se ha llegado a la conclusión de que el nombre siempre atañe a
ambos, aludiendo que singular y plural son lo mismo: en el fragor de
la batalla ambos ejércitos se ven como uno solo a la distancia. Si
estamos en la Guerra del Mariscal Tuerto, ambos bandos nombran
mariscal a alguien de esa condición o mutilan al mariscal de que ya
disponen.
De esta manera parecía no quedar huecos legales en los nombres...
hasta que los reinos de Soma y Garra se declararon la guerra. Cuando
el Gran Auspiciador entró en trance, eligió el nombre "Guerra
del Rey Sodomizado".
Es de imaginarse lo difícil que fue llegar a un acuerdo. Se intentó
convencer a ambos reyes de compartir el mismo destino pero la
negativa era rotunda. Un sabio ministro sugirió lo que parecía la
solución más natural y lógica: "coronar" al monarca que
resultara vencido en esa guerra. La propuesta interesó al rey de
Garra, que disponía de un mejor ejército, pero el rey de Soma se
encerró en una negativa innegociable. Los ejércitos acamparon
ociosos durante meses, haciendo chistes sobre la hombría de ambos
monarcas mientras las negociaciones continuaban inútilmente.
Las tradiciones de Doloria comenzaban a tambalearse cuando llegó un
mensajero del reino de Doma: su rey se ofrecía a sacrificarse cuando
y ante quien fuera, en nombre de las tradiciones dolorianas. La
desenfrenada vida orgiástica del rey de Doma era bien conocida pero
nadie imaginó que se convertiría en la pieza clave para solucionar
un conflicto diplomático.
El problema parecía resuelto. Los consejeros reales acordaron que
ambos reyes debían demostrar su vigor al voluntario, de ser posible
en el mismo encuentro. Los monarcas de Soma y Garra, desesperados por
empezar la guerra y (sobre todo) por librarse de un destino funesto,
cumplieron de inmediato la profecía en una noche de vino y
descontrol de la que es preferible no hablar.
Cuando los reyes de Soma y Garra, radiantes de felicidad, se
encontraban al mando de sus respectivos ejércitos a punto de dar la
orden de ataque, les llegó un mensaje urgente desde la iglesia
central destinista: el combate no podía comenzar porque el nombre de
la guerra aún no había sido satisfecho.
Grave fue el error de ambos al no consultar con el Gran Auspiciador
antes de actuar. Era cierto que un rey ya había sido marcado por un
recuerdo inolvidable pero no era suficiente: un nombre que demoró
tanto tiempo en cumplirse requería mayores sacrificios. Pero ¿cómo
conseguir que el concepto de "rey sodomizado" fuera aún
más central de lo que ya era?
Sucedió otro período de largas negociaciones donde, irónicamente,
los reyes de Soma y Garra ahora sí se mostraban dispuestos a
entregar sus cuerpos para satisfacer el nombre. Pero ya no era
posible: el Auspiciador insistía en la necesidad de multiplicar el
sentido del acto en vez de sus repeticiones.
La solución final fue inesperadamente simbólica: se llegó a la
conclusión de que el gobernante y el pueblo son una extensión de la
misma entidad, por lo tanto Soma como Garra debían utilizar sus
ejércitos para conquistar y someter al país de Doma. Mientras veían
sus riquezas saqueadas y sus ciudades destruidas, los ciudadanos
domeses se aferraron al consuelo de saber que por lo menos no serían
sometidos de la misma manera que su rey (lo cual les habría ocurrido
si las negociaciones se hubieran extendido más).
La conquista de Doma alivió las tensiones entre Soma y Garra: no
sólo hicieron las paces entre sí, sino que su reyes se volvieron
íntimos amigos. Pero quizás la consecuencia más importante de la
Guerra del Rey Sodomizado fue la reafirmación de la tradición
doloriana. A nadie le quedó dudas sobre la infalibilidad de los
nombres de las guerras y la necesidad de cumplirlos a toda costa.
Por eso, oh lector, será mejor que no opongan resistencia: el
destino quiso que leas este texto y el Gran Auspiciador nunca se
equivoca.