Olvidarte la billetera no es lo
peor que te puede pasar este sábado, al menos hasta que llegues a la
puerta de la calle y tantees tu bolsillo en vano. Entonces volvés a
entrar a tu casa, la calidez de una hoguera te envuelve, tu consola
aún tibia esperándote, el trabajo y la burocrática cara de culo de
tu jefe no existen acá adentro. Esquivás la caricia de tu sillón
porque ahora no es el momento; ese medio kilo de pan no va a
comprarse solo. Ya llegaste a la puerta de la calle con la billetera
en tu inventario pero es ahí donde te das cuenta de que algo anda
mal: la puerta no abre. La llave es la correcta pero no funciona.
Probás las otras llaves como si no estuvieras convencido de que no
servirán; inútil dudar de tus recuerdos: la llave redondeada es la
única que debería abrir esa puerta, la única puerta que te permite
acceder a la calle, la calle por donde llegarás a la panadería, el
pan acompañando al mate en tu ermitaña tarde de RPGs, preludio a tu
noche de milanesas, cerveza y shooters.
Trepar la medianera. Una silla en
el patio, un pequeño esfuerzo y estás afuera. ¿Y para volver? Ni
un banco, ni una saliente, ni un alma en la calle. A menos que intentes...
La puerta sí abre de este lado.
No entendés por qué fue tan fácil; desentona demasiado con el
esfuerzo inútil que experimentaste poco antes. Pero no es momento de
entender; cada minuto que pasás fuera es uno menos en el sillón.
Dejás la puerta cerrada sin llave y te internás en la vereda.
Frío, nubes grises, la dureza de
las baldosas bajo tus pies, caminás hacia la derecha, desandando la
numeración de la calle Don Quijote de La Mancha, dos mil treinta y
dos, dos mil doce. En cuanto dobles la esquina estarás a tres
cuadras de la panadería. Es tan fácil como (no viene ningún auto)
cruzar la calle y, ahora que caminás por el borde de Batalla de San
Lorenzo, sólo debés dejar atrás ese perro cuyo hostil descanso
ocupa casi todo el ancho de la vereda.
El ladrido del perro te detiene.
Un paso, ladra más fuerte, otro paso, se acerca, muestra los
dientes, cambiás de vereda, te imita. ¿Y el dueño? ¿De qué casa?
La calle te observa bajo el cielo gris, como si siempre hubiera sido
así: adornando la intimidante soledad de su guardián.
Al menos nadie ve tu regreso a la
calle Don Quijote, la nostálgica mirada a tu ventana, la caminata
por la vereda impar de Reconquista. ¿Seguís derecho o doblás para
volver a San Lorenzo? Que ese perro de mierda se sienta burlado al
verte aparecer por detrás, caminando impunemente. Aunque quizás
doblaste para no pasar al lado de esa pareja, esos adolescentes
besándose contra una pared. ¿Acaso no duele que te refrieguen en la
cara lo que no tenés? ¿Se piensan que vos no querrías tocar de vez
en cuando una teta entre tanto joystick?
La lluvia. La esquina, no se ve
el perro pero la lluvia. ¿Y si está escondido, te acecha, un
campero hijo de remil puta con los dientes preparados? La lluvia más
fuerte, el regreso a Reconquista, los adolescentes siguen ahí: dos
metros más adelante besándose bajo un techo y la lluvia qué
importa. A vos sí te jode la lluvia porque estás solo, porque no
querés esperar en la vereda y por eso volviste, por eso entraste a
tu casa, buscás el paraguas. Ahora va a ver ese pan si sos capaz de
comprarlo y la puta madre que lo parió. Sonreís ante tu televisor
apagado, como buscando tranquilizarlo, y salís a la calle
esgrimiendo ese escudo negro sobre tu cabeza.
Procurando convencerte de que
Batalla de San Lorenzo ya es un trayecto seguro, caminás hasta la
esquina y deja de llover casi en el acto. El cielo es igual de
aplastantemente gris pero ahora podés caminar más cómodo, salvo
por el paraguas. Vas a tener que metértelo en el orto pero entonces
el perro.
El perro. Igual de amenazante en
mitad de la calle. Tu hartazgo. El paraguas como arma en tu brazo
tembloroso. Esa masa peluda que gruñe, que muestra los dientes,
acercándose cada vez más. Caminás alrededor: una señal, un punto
débil, una mínima distracción. Tu corazón late aceleradamente,
apresado por la mirada de tu enemigo, por sus ladridos que hacen eco
en las casas indiferentes. Y de golpe un movimiento, un paraguas
movido hacia cualquier parte, una boca que se abre para morder pero
recibe tu torpe espada en vez de carne. Otro asalto, el
paraguas-escudo, tus axilas empapadas, el chocar de dientes a pocos
centímetros de tu pierna. Y de golpe resbalás y caés de culo sobre
la vereda húmeda. Parece la victoria final de tu enemigo; sus fauces
abiertas acortan el espacio hacia tu piel.
Hasta que el paraguas. Un último
movimiento desesperado de tu mano derecha clavándole el paraguas
hasta la garganta. Incrédulamente a salvo, observás a la bestia
guardiana toser tu arma y huir asustada, exhalando por la boca unos
ruidos entre lúgubres y patéticos.
Tirás los restos despedazados de
tu espada mientras retomás el camino. San Lorenzo setecientos once,
San Lorenzo seiscientos cuarenta y siete. El latir de tu corazón ya
no te ensordece. Una relativa calma pero cuidado porque ese auto
podía haberte chocado si no mirabas, pudiste haber pisado ese
charco, esa rama salió de la nada para casi golpearte en la cara.
La avenida enfrente tuyo. La
panadería mirándote justo al otro lado, detrás de cuatro carriles
ruidosos y sin semáforo. Pero tu miedo ya no es el mismo o eso
querés creer.
Hola, un kilo de pan, gracias,
chau. Una sombría panadera responde tus palabras apenas con un
susurro, como si no merecieras mucho más de su atención. Parece ni
siquiera haber notado tu aspecto lamentable, como si estuviera
acostumbrada a la presencia de la derrota.
El camino de regreso es igual de
frío y solitario, salvo por ese vecino. Lo has visto algunas veces,
no sabés quién es pero lo viste. Lleva la ropa embarrada, ha
perdido una zapatilla, una bolsa con papas cuelga de su mano. Su
mirada se cruza con la tuya por primera vez y esboza una semisonrisa
de complicidad que (si pudieras verte) notarías cómo crece
simultáneamente en tu rostro.
La puerta, tu habitación, la
ropa limpia, las pantuflas, el mate, el sillón, la consola. Saboreás
tu merecido descanso en medio de dos panes. Tu grupo de personajes
sigue subiendo de nivel mientras una música de trompetas adorna
hasta la más mínima de sus victorias.
Pero comprendés que algo anda
mal, que este cálido descanso está muy bien pero ahí afuera, bajo
la agresividad de un viento helado, hay algo esperando. No lo querés
aceptar de inmediato: tirás la yerba, sacás otro pan de la bolsa,
cebás, terminaste el termo. Entonces entendés que nadie va a
hacerlo por vos, que es necesario. Guardás tu progreso, apagás la
consola y la tele, comenzás a ponerte resignadamente las zapatillas.
Olvidaste comprar las milanesas.