—Hijo de un camión lleno de putas, ¿qué estás mirando?
El pelotudo se dio vuelta para descubrir a su primo al lado suyo,
parado frente a la misma vidriera, sonriendo con la cordialidad del
reencuentro. Ambos se acercaron para un abrazo que unos minutos atrás
el infeliz jamás hubiera imaginado recibir, no desde la sentencia,
no desde aquel tatuaje que cambió su vida irremediablemente.
—No sabía que andabas por acá.
—Queria sorprenderte, sorete. Pensé que te haría falta una buena
sorpresa.
El hijo de puta no podía esconder su alegría. Hace muchos días que
nadie le dirigía una palabra amable. En el mejor de los casos
recibía puteadas frías y neutrales donde no se traslucía la menor
emoción, como un trámite.
—Vení, vamos a tomar algo, que hace rato no nos vemos, la concha
recalcada de tu hermana.
Entraron a un bar, atrayendo la mirada de todos los concurrentes. No
los miraban a ambos, ni siquiera al cuerpo entero de uno de ellos:
sólo veían el tatuaje en la frente del boludo, un estigma que no
podía ser ignorado. Por suerte sólo se limitaron a mirarlo: no
estaban obligados a hacer nada más a menos que entablaran
conversación con el tarado.
—Buenos días. ¿Qué desea tomar?
—Un café.
—¿Y el señor salame chupija? —El tono del mozo nunca se desvió
de la amable afectación con que acostumbraba hablar a los clientes.
—Lo mismo.
—Enseguida se los traigo. Morite.
El culorroto ya había perdido toda esperanza de tener una charla tan
amena. Llegado a cierto punto ya no percibía las puteadas o le
importaban tan poco que las borraba de su mente casi en el mismo
instante de su pronunciación.
Pero llegó el momento inevitable en que el primo hizo la pregunta:
—Decime, BASURA INSUFRIBLE (aunque hablara bajo, estaba obligado a
decir las puteadas en vos alta), ¿por qué fue? Escuché varias
versiones pero quiero saberlo de vos.
El insecto repulsivo suspiró y se confesó como si leyera un libreto
largo tiempo ensayado: la caminata distraída, el choque accidental
con una señora a la que se le cayó la cartera, el acto involuntario
de levantar y alcanzarle esa cartera, la vieja paranoica gritando que
querían robarle, el desconcierto y las injurias de la policía.
—Después me enteré que la vieja había sacado mucha plata del
banco ese día y la llevaba toda en la cartera. Si no querés no me
creas: no soy perfecto pero nunca fui chorro.
—Vieja de mierda... ¿Cómo no te voy a creer? Si desde chicos...
El monólogo del primo fue largo, emotivo y (para cualquiera que no
fuera integrante de la conversación) resultaría tan soporífero que
sería un insulto relatarlo.
Pero en cierto momento algo pasó: todo el bar se quedó mirándolo a
él, ya no al reverendo hijo de puta sino a él, sin ningún rastro
del disimulo que venían mostrando durante toda la charla. Varios de
ellos estaban llamando desde sus celulares al mismo tiempo, con la
urgencia de quien busca reportar un delito. ¿Desde hace cuánto que
el primo no emitía un insulto?
Ambos mostraron el terror en la cara al darse cuenta y el primo, con
el rostro enrojecido de urgencia y espanto comenzó a putear a su
interlocutor a los gritos:
—¡La reconcha de tu madre bien puta y mal culeada! —Miró
horrorizado a su alrededor, como quien comprueba en vano si ha
logrado calmar a una fiera— ¡Miserable! ¡Comemierda! ¡Inmundicia!
¡Hacete culear por doscientos rinocerontes africanos! ¡Tirate de un
edificio! ¡Metete el obelisco en el orto! ¡Que te ataquen mil
violadores prendidos fuego!
Pero ya era tarde. Los comensales y mozos se habían agolpado
alrededor de la mesa, bloqueándoles el paso. Pudo escucharse cómo
alguien cerraba con llave la puerta de calle. Sólo quedaba esperar
la llegada de la policía. El renacuajo mal violado no tenía de qué
preocuparse: ya llevaba su castigo tatuado en la frente y debería
soportar estoicamente el trato que recibía. Sólo estaría en
problemas si lo descubrían tapando su frente.
El primo sí estaba en problemas. Cayó vencido sobre la silla
mientras los demás comensales se regocijaban en su sensación de
deber cumplido. Aunque en parte comenzaron a lamentar el haberse
quedado: afuera se escuchaban tiros y una estampida multitudinaria.
Eso sólo podía significar una cosa: alguien con un tatuaje de mayor
nivel estaba siendo perseguido por la calle. Y hace rato que ninguno
de ellos participaba en un asesinato grupal.