(Cuento ganador de una mención honorífica en el 5° Concurso Literario Internacional de Relatos Humorísticos "Alberto Cognigni 2020". La presente es una versión extendida de la que participó en ese concurso)
Caballo al D6.
—¡Cagón!
—¡Muerto!
—¡Andá a jugar a las damas!
—¡Avanzá, puto!
Los gritos de la hinchada caen como
defecaciones calientes y pegajosas sobre el jugador visitante Zokolov. Cada uno
de sus movimientos arrastra una oleada de insultos. Es peor cuando se queda
pensando la jugada: irritados por la indecisión de Zokolov o tal vez buscando
provocarle un mal movimiento, los hinchas hacen llover sus injurias junto con
varias piedras. Más de una vez los efectivos que rodean la mesa deben acercarse
a los jugadores y proteger con sus escudos al ajedrecista visitante. Villalvez,
el jugador local, tiene una suerte distinta. De la tribuna le llegan mayormente
gritos de aliento y cánticos a coro de toda la hinchada. Muy ocasionalmente le
toca una piedra pero sólo de rebote o merced a la mala puntería de algún
fanático. Si todavía hubiera hinchada visitante los insultos y alabanzas serían
equilibrados para ambos. Pero un largo historial de enfrentamientos violentos
entre barrabravas terminó en esta restricción, este alarido unidireccional y
salvaje.
—¡Dale, papá: mové el peón!
—¡Rompele el orto a ese caballo!
—¡Hacé jaque con la torre, pelotudo!
Los hinchas le gritan a Villalvez tantas
jugadas distintas que él sólo escucha un desconcertante ruido. Nunca faltará
alguien que lo insulte cuando no elija la jugada que le indicó pero rara vez el
estadio entero se pondrá en su contra (sólo cuando tome una decisión
ostensiblemente errónea).
Reina al B6. Jaque.
—¡Jaqueeeeeeeeee!
El grito de la hinchada desborda el
estadio, retumba, se repite, cae orgiásticamente sobre sí mismo. Su duración
amenaza ser eterna pero tras interminables segundos comienza a ser reemplazado
lentamente por puteadas: Zokolov está indeciso.
Pasan unos pocos minutos de insultos
crecientes sin que haga un movimiento. Al llegar a los cinco minutos el estadio
es un grito de guerra. Los fanáticos tiran abajo el alambrado de seguridad de
la tribuna norte. Los jugadores corren a refugiarse en los vestuarios mientras
la policía reprime con balas de goma y gas lacrimógeno.
Mientras se desenvuelve la batalla campal,
los jueces y directivos discuten si deben suspender la partida. Pero es difícil
hacerlo; no conviene disgustar a los sponsors, los mismos que adornan con innumerables logos el estadio, la
indumentaria de ambos jugadores, las fichas y los cuadrados del tablero (hasta
el punto de casi no distinguirse el color de cada uno). Hay dos multinacionales
en especial (una automotriz y una empresa de gaseosas) que podrían tomar
severas represalias si pierden publicidad por una revuelta de la hinchada.
Ambas compañías han dejado claro que detestan estas muestras de violencia. Por
eso mismo patrocinan varios programas televisivos sobre ajedrez, programas más
sanos donde panelistas apasionados discuten a los gritos la superioridad de tal
o cual ajedrecista o la mayor eficacia del gambito de Gerald por sobre el
enroque, muchas veces terminando a las piñas para gozo de los espectadores.
En el tumulto resaltan los gritos de un
gordo en cuero con un tatuaje de un alfil rojo en su brazo derecho. Ahora mismo
está tirando un cascote a la policía al grito de “¡Aguanten los alfiles,
carajo!”. Quien lo vea así fácilmente creerá que se trata de algún demente
antisocial pero hasta hace un par de horas era un panadero pacífico y bonachón.
Es el ajedrez... Es ese sentimiento que se lleva bien adentro y no se puede
parar. Alguna vez el gordo fue un niño indiferente a quien su padre y sus tíos
convencieron de que los ajedrecistas argentinos (especialmente los de zona sur
como Anríquez y Bufotti) son los mejores mientras que los demás son pecho frío
que sólo merecen desprecio. Fueron ellos quienes despertaron en él esta pasión
maravillosa merced a la cual ahora mismo le muerde una oreja a un milico.
La policía retrocede, huye incapaz de
contener la multitud. Los fanáticos invaden lentamente cada habitación del
estadio, desde los vestuarios a la oficina del presidente. Se ensañan
especialmente con los periodistas del palco de prensa y destruyen furiosos las
costosas cámaras televisivas. Tal vez estén ocurriendo atrocidades peores pero
ya no pueden verse entre las llamas. El fuego crece lentamente en distintos
puntos del estadio y ahora lo abarca por completo.
En el centro del fuego se ve el tablero,
extrañamente intacto. El rey de Zokolov con su logo de una marca de cerveza
está en jaque entre una gasolinera y una marca de arroz. ¿Qué le costaba
aceptar su derrota, si de todos modos cobra una fortuna? No tendría que huir en
su micro como ahora. Logra escapar solamente gracias a que los hinchas se
entretuvieron linchando a Villalvez, recriminándole no haber hecho jaque mate
mucho antes. Porque mirá que tuvo oportunidades: en la vigésima jugada pudo
sacrificar una torre (la que tiene el logo de un jugo) y así encerrar a la
cerveza con su tienda de electrodomésticos. Y en la vigésimo quinta…
Los reporteros fuera del estadio enarbolan
su indignación frente a las cámaras:
—Con este incidente, ya son cuatro las
partidas que acaban en batallas campales este fin de semana y veinte en lo que
va del año. Algo va mal en el ajedrez de nuestro país. Hasta el año pasado todo
era normal: apenas diez y ocho disturbios anuales...
Una repentina lluvia de piedras no le
permite al reportero liberar su estudiado discurso sobre quiénes son los
culpables de esta violencia. Una estampida de policías en retirada le impide
mantenerse consciente y, tras ellos, la fanática oleada lo libera para siempre
de la necesidad de respirar, convirtiéndolo en uno de los incontables mártires
cuyas vidas se pierden este día en honor del ajedrez.
Todos los automóviles que se encontraban
alrededor del estadio acaban inevitablemente en llamas. Desde el aire se ve
como si una inmensa bandera de fuego comenzara a desbordar las tribunas para
cubrir una a una las calles, las casas, el país. Ya se escuchan los vidrios
rotos, las puertas derribadas y los gritos en las viviendas más cercanas,
invadidas quizás por el fuego, por los fanáticos o por ambos. Es difícil saber
cuánto tardará en apaciguarse la horda, ya que un evento tan indignante como la
suspensión de una partida puede desencadenar una ola de saqueos, asesinatos y
violaciones que dura varios días. La última vez el presidente tuvo que declarar
feriado por disturbio (lo llamó “el Día del Hincha”), aún no queda claro si
para reprimir más fácilmente los desmanes o para disfrazar el vandalismo como
fiesta nacional.
Algunos periodistas en televisión ya
vuelven a proponer soluciones poco prácticas, como guiar a todos los hinchas
hacia la frontera y hacerlos pelear contra una hinchada del país vecino que
está provocando idénticos estragos en esas tierras. En todos los canales hay
propuestas tan o más inverosímiles que ésta, destacando la de aquel canal
evangélico que propone enviar dinero a una cuenta bancaria para que Dios calme
el incidente.
¿Qué pasa ahora en el estadio? No lo
sabemos y, de todos modos, poco importa: la escalada de fanatismo violento se
ha desparramado por toda la ciudad, con sus hinchas cantando “Yo te sigo a
todas partes” mientras rompen vidrios, roban televisores o prenden fuego a una
vieja. Aunque ahora mismo estuviéramos sentados en las gradas, no podríamos
precisar en dónde termina el estadio y en dónde comienza todo lo demás.
Vamos bien hermano aún te guardas de usar tus mejores armas eso es loable, en algun momento intuiras como derramar su fuerza en una novela que tome como punto del limbo narrativo está historia ya tu determinaras si juegas con el tiempo o dejas que todo sea una colosal bola de nieve en el ojo herido del cielo
ResponderBorrarSueños Bárbaros, ¿sos vos? Gracias por el complejamente bello comentario.
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